De pequeña pensaba que las islas flotaban en el mar. Que eran como caparazones de tortuga gigantes, que hoy estaban aquí, mañana allá. Es más, pensaba que si te subías a una isla podías llegar lejos. Con el tiempo comprendí que la maternidad es una de esas islas de mi infancia. Una que flota en el océano contigo, tus hijos, y algunos de sus legos, dentro. Un pedazo de tierra que te aísla, te lleva lejos y te lleva dentro, a lo profundo, mecida por las olas. De forma que, para cuando quieres otear el horizonte, no hay tierra, ni sirenas, ni botellas en las que meter mensajes. Estás tú, tratando de conectar con «quienquieraquesea» la madre que vas siendo (porque madre no se es, se va siendo), comprobando que desde tierra nadie te lanza un cable. Te gustaría enviar mensajes en botella desde tu exilio maternal: ¿Por qué me habéis dejado aquí sola? ¿Hola?, ¿Me escucháis?, ¿Sigo teniendo carrera (a menos que renuncie)?, ¿Porque se valora tan poco lo que hago de puertas para dentro?, ¿Llegaré a escribir un tercer libro?, ¿Cual era la dosis de apiretal para 7 años?… y tantas otras preguntas que se lleva el viento… La maternidad es un exilio no consensuado, porque no pensabas que te llevaría tan lejos ni tan profundo, pero tras 7 años, se divisa tierra a lo lejos. No es un cable, no es la tierra prometida es sólo la pequeña certeza no contrastada, de que la isla que eres ahora es mucho, pero mucho, más solida. Que el fruto de todos estos esfuerzos no es la sonrisa de tus hijos, la satisfacción de verles multiplicar o ni la tremenedamente instagrameable mini puerta del ratoncito Pérez, al pie de sus camas. No es nada que se pueda fotografiar. Es más la sensación de empezar a mantenerte sobre la isla sin dejar que las olas te tumben, sin verdades absolutas, sin saber nada de nada, estando sólo en pie, disfrutando del rumor de las olas y la caracolas del mar, sabiendo que esto no durará ni mucho menos para siempre.